Editorial

Evasión en el Metro: lecciones de 2019

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En la convocatoria a una “Semana de evasión, agitación y sabotaje” hecha esta semana por agrupaciones de estudiantes secundarios en sus redes sociales -a raíz del reciente descongelamiento de la tarifa del transporte público- resulta muy difícil no percibir un eco de la violencia desatada en octubre de 2019, cuya chispa inicial también fueron protestas estudiantiles contra un alza del pasaje.

La consigna “no son 30 pesos, son 30 años” se transformó entonces en una suerte de catalizador para reclamar por pasivos sociales de larga data que, manipulados discursivamente por minorías radicalizadas y grupos antisistema, fueron también usados por la oposición de la época para justificar la peor ola de violencia y vandalismo en nuestra historia republicana. Una ola que derivó en un desembozado intento por desestabilizar al Gobierno -con miras a derrocarlo- y, también, por forzar un proceso refundacional que fue canalizado políticamente en la fallida Convención Constitucional.

Poner definitivamente la lápida al germen del octubrismo exige negar que haya “contextos” que lo justifiquen, hoy como ayer.

No pocas autoridades del actual Gobierno -empezando por el Presidente de la República y varios de sus ministros- militaban entonces en dicha oposición y justificaron, directa o indirectamente, la violencia en las calles como la entendible expresión de una frustración social que no podía ser canalizada por otras vías. Hoy, correctamente, su actitud es muy distinta, y condenan la violencia (o los llamados a ejercerla) como algo inaceptable en una sociedad democrática y como una amenaza directa a la convivencia pacífica entre ciudadanos que, legítimamente, pueden pensar distinto y sentir que tienen demandas insatisfechas.

Una reacción posible sería apuntar a esa contradicción señalando que quien siembra vientos cosecha tempestades. Aunque comprensible -y en alguna medida, políticamente rentable para la actual oposición-, poco ganaría Chile con ello. Lo que realmente necesita el país es un consenso transversal y público de todos los actores políticos y sociales respecto de que la violencia no tiene ningún lugar en una sociedad de instituciones democráticas y Estado de derecho. Poner la lápida al germen del octubrismo exige negar que haya “contextos” que lo justifiquen, hoy como ayer.

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